A la gente le encanta contar historias, que la escuchen y que sonrían o lloren a causa de lo que cuentan. A mí me gusta escuchar, pero no llorar por lo que oigo, más sí reír. Río por lo que pueda parecer gracioso, también río por lo que suele parecer absurdo. Hoy escuché una historia. Fue contada por alguien con experiencia, tenía experiencia de su propia historia. Al principio me pareció larga y aburrida, sin guión, y con personajes desconocidos. Era una historia no tan antigua, llena de lágrimas y cosas absurdas. Esa historia ya la había escuchado antes, en otro tiempo, en otro escenario, contada por una persona diferente, sin nombre ni apellido. Y escuché la historia de lágrimas y cosas absurdas, pero no lloré, porque la historia no era mía. ¿Era posible que una persona tuviera que pasar por tanto sufrimiento? ¿Cuál era el motivo de aquel sufrimiento? Las cosas no suceden porque sí, todo tiene un comienzo, un desarrollo, un final. Vi las lágrimas salir de la historia y reía de las cosas absurdas. Las lágrimas no eran mías, más la risa sí. Sabía del sufrimiento porque lo veía por doquier; en la gente que pasa hambre, en los niños que trabajan en las calles, en las familias mal funcionadas, en el seminarista sin vocación. La gente sufre y en su sufrimiento llora. La gente sabe llorar cuando sufre. La historia que escuché aun no termina, le falta un final. Existen dos clases de finales: aquel donde la gente termina feliz y ya nadie sabe nada sobre ella, y la gente que termina sufriendo y luchando por ser feliz. De esa gente uno siempre sabe, porque existen por todas partes. Y la historia continuaba su curso de lágrimas y cosas absurdas, iba lenta y cada vez más triste. Escuché de una muerte repentina, ocurrida en un lugar solitario y que nadie deseaba que pasase. La noticia se expandió por el pueblo y todos lloraron; lloraron y no encontraban consuelo. En la historia había lágrimas, pero, repito, las lágrimas no eran mías. Preguntas surgían a causa de la muerte ¿Por qué Dios permite que esas cosas ocurran? ¿Por qué le ocurre eso a una persona tan joven? ¿Por qué a mí? ¿Por qué a él? ¿Por qué a ella? ¡No era justo! Pero no podemos entender de justicia cuando sólo pensamos en nosotros mismos: Dios no piensa como humanos, nuestro tiempo no es el tiempo de Dios. La muerte fue casi superada, más los recuerdos de momentos vividos siempre han de permanecer no sólo en la memoria, sino en todo lo que tuvo que ver con aquella persona que se fue “a destiempo”. ¿Será posible? No. La gente desde que nace es lo suficientemente vieja para morir. No se puede tratar de entender la muerte, sólo queda aceptarla y luchar por superar los recuerdos que quedan. Así quedó la muerte: llena de lágrimas y recuerdos. ¿Debería ser este el final de la historia? No. Aun falta algo que contar. Seguí escuchando y me habló de infidelidad en su historia, lo que significaba mucho más sufrimiento y por consiguiente lágrimas y cosas absurdas. Hay cosas que a veces no se entienden. Dios creó al hombre y a la mujer para que, una vez unidos, formasen una sola carne y un solo cuerpo; para que, aun siendo un par, sean como uno solo. No se trata de una propiedad intocable, más bien sería respetar lo que dos personas han hecho con tanto esfuerzo. Casarse es un riesgo que muchas personas no quieren tomar, pero es lo ideal para formar una familia, para tratar de ser feliz tal y como Dios manda, ¿Debería alguien tener la osadía de entrar en el terreno que otros han trabajado con tanto sacrificio? No sería justo que alguien cosechase los frutos que otro sembró. Y las lágrimas volvieron a hacer su entrada en la historia, pero esta vez sequé sus lágrimas. Y como había amor en su historia, sonrió. Y escuché miles de preguntas salir de sus labios, más una repitió como quien esperaba una respuesta ¿Por qué a mí? Y exigía una respuesta al Señor de los cielos, ni siquiera a mí quien la estaba escuchando en ese instante. Pero me di cuenta que no era yo el que escuchaba, sino el Señor de los cielos a través de mis oídos. Y no recibió ninguna respuesta, porque lo que podía escuchar estaba oculto en el interior de su corazón. Y de repente nos invadió el silencio, nos miramos fijamente por un instante. Pensé en decirle alguna palabra que le sirviera de aliento, más mi boca no musitó una sola… Me acerqué y la abracé y nos unimos en un abrazo eterno. Aquella persona se sintió feliz porque alguien había escuchado su historia con atención. Más no era yo quien la escuchó, fue el Señor de los cielos a través de mis oídos.
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