1 de diciembre de 2014

Los talentos (Mt 25, 14-30)


Aquel día don Ramón se levantó temprano. Ya tenía sus maletas preparadas. Según nos dijeron, se iba de viaje a un país lejano por un tiempo indefinido. Don Ramón era un hombre muy exigente y le gustaba n las cosas bien hechas, por eso todos sus empleados teníamos que andar por la raya. En eso de las ocho de la mañana, llamó a su despacho a sus tres empleados de confianza: a Pedro, a Juan y a mí.
Los he llamado porque, como ustedes saben, hoy salgo de viaje y no sé cuándo regrese.
Nos miró fijamente a los tres, mientras sacaba de un baúl de características muy antiguas, ocho bolsas de oro.
– Ustedes han trabajado conmigo toda la vida. –Nos dijo mientras caminaba hacia nosotros. Yo estaba nervioso, porque don Ramón no solía comportarse de esa manera. Ya él había salido de viaje en otras ocasiones, aunque no sin saber su fecha de regreso. Se acercó a Pedro con cinco bolsas de oro y le dijo:
 –Pedro, quiero que administres este dinero como mejor puedas. –Pedro siempre fue el más ágil de los tres, por eso don Ramón le tenía mucho aprecio. Después fue hasta donde Juan, entregándole dos bolsas de oro le dijo: –Juan, siempre has sido un buen muchacho. Toma este dinero y adminístralo como mejor puedas.
–Juan no era tan capaz como Pedro, pero también gozaba de la admiración de don Ramón. Finalmente me tocó mi turno. Yo era el encargado de cuidar las vacas de don Ramón, es por ello que casi siempre estaba en el campo. Podría decir que lo mío eran las vacas. Yo no sabía hacer otra cosa mejor que cuidar las vacas de don Ramón.
–Luís, eres el que mejor cuidas mis vacas, por eso toma esta sola bolsa de oro y adminístrala como mejor puedas. –Cuando don Ramón puso aquella bolsa de oro sobre mis manos, mi corazón empezó a latir aún más rápido. Una especie de escalofrío se apoderó de mí. Ahora, ¿qué iba a hacer yo con ese dinero? Don Ramón nos pidió le dejásemos solo. Yo me fui a mi habitación y deposité el dinero en un pequeño escritorio que tenía y me fui a darle de beber a las vacas.
Al atardecer regresé a la casa, todavía sin una idea clara sobre lo que iba a hacer con el dinero de don Ramón. Por los pasillos de la hacienda me encontré con Pedro quien, inmediatamente se fue don Ramón, negoció con el dinero que había recibido; lo mismo hizo Juan con sus dos bolsas de oro. En cambio yo sentí aún más miedo, pues no era tan ágil bregando con dinero, como lo eran Pedro y Juan. En realidad, lo mío eran las vacas. ¿Y si negociando con el dinero de don Ramón lo perdía todo? ¿De dónde lo iba a sacar? ¡Mejor no! –me dije a mí mismo, y procedí a enterrar las bolsas de oro en una de las hectáreas  donde suelo apacentar las vacas.
Al cabo de un tiempo regresó don Ramón de su viaje. En seguida pidió reunirse con nosotros tres en su despacho.
–Mire, don Ramón, aquí tiene sus cinco bolsas de oro. –Inició Pedro, mientras le pasaba otras cinco bolsas de oro que había ganado en los negocios. ¡Cinco bolsas de oro! Realmente no se podía esperar menos de Pedro.
–Gracias, Pedro. –Le dijo, don Ramón, con una sonrisa de oreja a oreja.
–Has sido fiel en lo poco, por eso, por haber sido honrado y cumplidor, te pongo al frente de lo importante. Entra a la fiesta con tu señor.
Pedro estaba que no se daba por nadie. En eso Juan se puso al frente y le pasó cuatro bolsas de oro a don Ramón. También en los negocios había ganado dos bolsas más. ¡Dos bolsas! Y ahí estaba yo con la única bolsa que había recibido, toda llena de tierra, pues, don Ramón había llegado de sorpresa y no tuve tiempo ni de limpiarla.
–Gracias, Juan. Has sido honrado y cumplidor. Por haber sido fiel en lo poco, te pongo al frente de lo importante. Entra a la fiesta de tu señor.
Era mi turno. Allí estaba yo, muerto de la Vergüenza, con mi sola bolsa de oro. –Mire, don Ramón –le dije con voz temblorosa- yo sé que usted es un hombre exigente. Que cosecha donde no sembró y recoge donde no espació. Cuando usted me dio esta bolsa de oro, yo no supe qué hacer con ella. Sentí miedo. Por eso, hice un hoyo en una de las hectáreas del campo y la enterré para que, cuando usted llegara, devolvérsela tal cual me la dio.
En el despacho hubo un silencio sepulcral. Al parecer mi argumento era válido, por lo que don Ramón lo estaba considerando. Eso fue lo que pensé, pero me di cuenta que no, cuando me fijé que el rostro de don Ramón cambió de tono. De repente comenzó a decirme, encolerizado:
– ¡Sirviente indigno y perezoso! Si sabes que cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí, ¿por qué no metiste mi dinero en el banco y así, cuando yo regresara, lo recogía con los intereses? –Esa idea no se me había ocurrido. ¡El Banco! ¡Cuántas veces no pasé yo por ese establecimiento y nunca pensé en eso! Don Ramón tomó un respiro y mandó a Juan a quitarme la bolsa de oro y se la diera a Pedro. Dijo que al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene. Esta última parte no la entendí, hasta que me mandó echar fuera de su casa y de sus propiedades. Todo por no haber sabido explotar el talento que me dieron. Mis ojos se derritieron en lágrimas y mi alma se llenó de una enorme congoja. ¿Qué iba a hacer yo? Ni siquiera me dio tiempo hacer lo que hizo el administrador astuto. 
Don Ramón me miró con pena cuando yo me arrodillé y abracé sus pies, como si de ello dependiera mi salvación -por lo menos mi vida dependía de ello-. Por favor, Don Ramón, usted es un hombre misericordioso, lleno de compasión, fiel y leal. No me eche fuera de su presencia. Perdone mi insensatez, arrogancia y falta de tacto.
Don Ramón puso su mano en mi cabeza y me dijo que regresara al campo para continuar con el cuidado de sus vacas. En ese momento la amargura se me volvió paz y la tristeza se convirtió en alegría. De aquel día comprendí que no puedo conformarme con un solo talento, es mi deber descubrir mis habilidades ocultas y ponerlas a producir. 

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