16 de septiembre de 2011

Mi cruz no pesa tanto

Una cruz pesada le tocó llevar a nuestro Señor Jesucristo, más nunca perdió el horizonte de su vida. Él sabía hacia dónde se dirigían sus pasos y cuál era el sentido del sufrimiento que estaba padeciendo. Su sufrimiento, absurdo para unos, valiente para otros, era ineludible para que el mundo entendiera que era necesario pasar calamidades para alcanzar la gloria. Jesús sufrió y murió, pero resucitó y fue exaltado a los niveles más altos por su Padre, Dios; por tal razón se le ha otorgado el Nombre sobre todo nombre para que cuando el nombre de Jesús sea escuchado toda rodilla se doble.

Junto a Jesús sufrió, también, María, su madre. No hay dolor más grande como el que se padece en silencio. El cuerpo calla, se muestra sereno, pero tu mente, alma y corazón lloran desenfrenadamente. María sufrió en silencio los padecimientos de su hijo, Jesús, y todo lo guardaba en su corazón, pues ella aprendió a hacer la voluntad del Padre, tal y como lo hizo Jesús. El dolor y el sufrimiento no son realidades ajenas al ser humano. No sólo el dolor físico, sino también el dolor del alma, que es más difícil de sanar.

¿Sientes que sufres por amor? ¿Sientes que eres rechazad@ por la persona a quien amas? Es notable que tu sufrimiento sea causado por el desprecio de una persona a quien sientes que amas. Ahora que estás en tal situación, creo que puedes tener una ínfima idea de cómo se sintió (siente) Jesús al ser rechazado por las personas a quienes amó (ama) hasta el extremo de dar la vida por ellos, y en una cruz. Ahora en tu corazón se mezclan dos sentimientos: amor y rencor. Quieres arrancarte el corazón del pecho para detener tu sufrimiento, deseas no volver a amar. El sacrificio de Jesús fue mayor que el tuyo, más él no ha dejado de amar. Tal vez encuentres absurdo que te compare con Jesús, pero sería más absurdo no compararte con él, pues Dios nos hizo a imagen y semejanza suya.

La pregunta sería ¿en qué nos parecemos nosotros a Dios? Nosotros somos semejantes a Dios –no iguales- en el sentido de que podemos amar. En la medida en que dejemos de amar, en esa misma medida dejaremos de ser semejantes a Dios. De manera que, aunque nos maltraten, humillen y ofendan, o peor aún, que no valoren nuestros sentimientos, no perdamos nunca el horizonte del amor. El dolor y el sufrimiento se cura con amor, y el amor debemos buscarlo de la Fuente donde mana todo amor: Dios.

Neftalí Féliz Sena
Seminarista

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